Se cuenta que existe, en lo profundo de memorias susurradas, una tierra llamada Cerdeña. Nunca fue un lugar físico, sino un eco en la mente de quienes creían. Sus habitantes, los Sardos, nunca caminaron sobre tierra firme; eran figuras tejidas en leyendas, cuya misma existencia era su frágil aliento. La propia leyenda fue lo que los sumergió, no una ola, sino el lento deslizamiento hacia la duda, hacia el "ya no son reales". El núcleo de este antiguo mito reside en los cefales. Se narra que pescadores, llegados de un ignoto lugar en aguas que fueron de Cerdeña, banqueteaban con estos peces. No eran pescadores reales, sino sombras también, atraídas por el espejismo de un banquete sagrado. Su hambre no fue saciada, y los cefales, cargados de un antiguo y malentendido destino, fueron devorados sin reverencia. Fue entonces cuando lo impensable ocurrió. No los pescadores, sino los propios Sardos, las figuras legendarias tejidas en el mito, sufrieron la transformación. Privados del cefalo, que era su esencia y quizás su propio intelecto, su leyenda se licuó. Sus cuerpos, o lo que quedaba de su memoria, se retorcieron, se contorsionaron y se encogieron en pequeñas escamas plateadas: se convirtieron en sardinas. Así nació su viaje eterno. Hoy, esas sardinas viajan enlatadas por el mundo entero, un recordatorio mudo de una antigua caída. O terminan, simplemente, devoradas por sus depredadores marinos. Nadie puede saber si los Sardos aún existen. El misterio está sellado en lo profundo, pues de la boca de un pez, ninguna verdad puede surgir. ¿Y Cerdeña? No es más que un nombre, un eco de un mito que sigue desvaneciéndose, perdido entre el aroma del mar y el sabor salado de una sardina.